Organismos Genéticamente Modificados vs. Soberanía Alimentaria
Los Organismos Genéticamente Modificados (OGM), más conocidos como transgénicos, son la base del modelo productivo agrícola predominante en la actualidad. La comercialización de OGM genera considerables debates acerca de su efecto nocivo en el ámbito de la agricultura, la alimentación, el ambiente y la salud y, muy especialmente, por cómo perjudica la soberanía alimentaria de los pueblos.
Los OGM son variedades vegetales o animales creadas artificialmente en laboratorios mediante la introducción de genes de otras especies.
Desde que en 1996 se aprobaran los cultivos biotecnológicos, su implantación comercial ha crecido vertiginosamente cada año, convirtiéndose en los cultivos tecnológicos con mayor adopción y crecimiento en la historia de la agricultura moderna. A nivel internacional hay 526 registros de eventos transgénicos, entre ellos se destacan: maíz (45%), algodón (12.7%), papa (9.3%), canola (88.8%) y soja (7.8%). Además, hay transgénicos de tomate, frijol, calabaza, alfalfa, limón, pimiento morrón, ají, arroz, trigo, berenjena, papaya, melón, ananá, ciruela, manzana, achicoria, remolacha, linaza, caña de azúcar, pasto, flores (como la rosa, el clavel y la petunia), tabaco y eucalipto.
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En esos cultivos OGM existen diferentes tipos de modificaciones genéticas, entre las que destacan dos: los tolerantes a herbicidas (como glifosato, glufosinato, 2,4-D y dicamba), con una frecuencia de 70%, y los Bt, que son resistentes a insectos (producen toxinas con acción insecticida); principalmente mariposas y polillas (lepidópteros), escarabajos (coleópteros), hormigas, abejas y avispas (himenópteros) y moscas (dípteros). De los tolerantes a herbicidas, la mayoría (63%) son tolerantes al glifosato.
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Si bien los OGM han demostrado parcialmente ser beneficiosos en términos de aumento de la producción agrícola y reducción del uso de pesticidas, también enfrentan críticas por sus implicaciones éticas y los riesgos potenciales para la biodiversidad y la salud humana. La preocupación por la seguridad de los OGM y su impacto en la salud y el ambiente ha llevado a un creciente movimiento en favor de la etiquetación de alimentos que contienen OGM.
Hoy en día, los OGM siguen siendo un tema controvertido con opiniones divididas entre científicos, agricultores, consumidores y reguladores. Los defensores argumentan que pueden contribuir a la seguridad alimentaria, reducir el uso de pesticidas y aumentar los rendimientos. Por otro lado, los críticos plantean preocupaciones sobre la biodiversidad, la resistencia a herbicidas y cuestiones éticas. Además, este modelo de explotación alienta la expulsión de un sinnúmero de pequeños agricultores de sus tierras y, al ser sus intereses opuestos a la soberanía alimentaria de los pueblos, constituye una verdadera amenaza para la humanidad.
La aceptación de los OGM varía significativamente entre países. Europa, por ejemplo, tiene regulaciones más estrictas y una percepción pública más escéptica respecto a los OGM, lo que limita su cultivo y uso en la región.
En muchos países, las leyes sobre semillas amenazan la seguridad alimentaria y la diversidad genética, y criminalizan la gestión tradicional de la tierra. Las semillas, patrimonio de la humanidad, empiezan a ser propiedad de monopolios corporativos. Se venden semillas patentadas, genéticamente modificadas para que no vuelvan a germinar. Esto obliga a los campesinos a comprar semillas cada año, semillas diseñadas para necesitar más pesticidas y fertilizantes, elevando la producción a precios insostenibles.
El principal potencial futuro que ofrece la manipulación genética es el lucro, por eso el negocio de los transgénicos pasó a manos de las compañías transnacionales de la biotecnología, que dominan los mercados mundiales de semillas y agroquímicos (como el glifosato, herbicida usado para eliminar plantas no deseadas).
La gran concentración del mercado de semillas transgénicas y agroquímicos en un puñado de empresas genera una situación que se agrava cada vez más. La tendencia a las fusiones entre empresas del agro se venía dando hace bastante tiempo, primero con Dow AgroSciences y DuPont, entre ambas concentran el 15 % de la producción de agroquímicos, reportan ventas de 49.000 millones y 25.000 millones de dólares por año, respectivamente.
Más tarde, le tocaría el turno a Syngenta, empresa especializada en la producción de agroquímicos, la cual se fusionó con la empresa para-estatal ChemChina, buscando así esquivar los impedimentos "anti- monopolios".
El panorama se empeora aún más con la compra de Monsanto por parte de Bayer, quedando el mercado de transgénicos y agroquímicos concentrado en tan solo 3 empresas. Así el 65,4% de la producción de agroquímicos queda concentrada en 3 empresas: ChemChina-Syngenta (25,8 %), Bayer-Monsanto (24,6%) y DuPont-Dow (15%). Paralelo a esto tenemos también una creciente concentración en el área de semillas, quedando el 60,7 % del mercado de las mismas, a cargo de las 3 mencionadas anteriormente: Bayer-Monsanto (30,1%), DuPont-Dow (22,7 %) y ChemChina-Syngenta (7,9%).
Las estadísticas sobre cultivos de OGM pueden variar anualmente y dependen de múltiples factores, incluyendo el país, las regulaciones gubernamentales y la aceptación social. Sin embargo, se pueden ofrecer algunas tendencias generales y datos que han sido relevantes en los últimos años. AgbioInvestor GM Monitor (2023), informa que EE.UU. sigue siendo el país líder en términos de superficie de cultivos transgénicos, con 74.4 millones de hectáreas; Brasil la segunda mayor superficie transgénica, alcanzó 66.9 M ha; le siguen Argentina con 23.13 M ha; India con 12.07 M ha y Canadá con 11.49 M ha. Completan el top ten Paraguay, Sudáfrica, China, Pakistán y Bolivia.
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En EE.UU. el modelo agrícola se ha transformado drásticamente desde la introducción del glifosato y de los OGM, utilizando 19% del volumen global del glifosato. Además cerca del 90% de su superficie agrícola de maíz, soja y algodón son transgénicos tolerantes a herbicidas.
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De esta manera, la expansión de la frontera agrícola sigue presionando sin ningún control sobre pastizales y bosques. Así, algunas provincias argentinas se ubican entre las más altas tasas de deforestación mundial. Esto genera algunas complicaciones en el abastecimiento y oscilaciones en la oferta que se han transmitido a los precios.
El peligro de los cultivos transgénicos a campo abierto ya es algo innegable, debido al intercambio de polen entre plantas transgénicas y las orgánicas o silvestres.
De acuerdo con la ley de patentes de Canadá, Estados Unidos y otros tantos países industrializados, es ilícito que los agricultores reutilicen semillas patentadas, aunque provengan de su propia cosecha; o que cultiven semillas transgénicas sin obtener primero una licencia de uso de las compañías transnacionales que las generan.
Las corporaciones pretenden instalar los OGM como un avance de la bioingeniería que resolverá la penuria habitual de los agricultores, acosados por los bajos rendimientos y los altos costos, o bien que permitirá aumentar la producción de alimentos y así contribuir a reducir el hambre en el mundo. La opinión pública es manipulada entonces a través de un bombardeo de informaciones incompletas o adulteradas, pero nunca se habla de los riesgos que podría acarrear su uso para la salud y de cuál sería el impacto en el ambiente.
Son también conocidos los numerosos casos en los que determinados territorios de campesinos o pueblos originarios son sometidos a la presión de este tipo de agricultura. La alimentación de estas poblaciones está fuertemente sostenida en los bienes y servicios que les brindan esos ecosistemas locales puestos en riesgo.
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Los consumidores son el final de esta cadena alimentaria, los primeros afectados son los productores que han visto desaparecer sus cultivos tradicionales y han sido sometidos a la producción de quienes manejan la agricultura a nivel mundial.
Un caso emblemático de estas presiones se da en la India, donde los campesinos se ven obligados a vender sus tierras por su endeudamiento con las multinacionales. Más de 200.000 campesinos se han suicidado por desesperación, muchos ingiriendo los mismos fertilizantes que les venden estas multinacionales.
Estas comunidades son igualmente de las más vulnerables a la pobreza y al hambre. La seguridad alimentaria depende de su capacidad para acceder a los recursos y a los mercados, de asegurar sus medios de vida y de producir alimentos variados y nutritivos. Y los cultivos transgénicos no se han diseñado para satisfacer estas necesidades.
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El rasgo transgénico más común, de lejos, es la tolerancia a los herbicidas, que está diseñado para usarse en monocultivos a gran escala. La producción de cultivos transgénicos acarrea costes en insumos elevados y sostenidos, por lo cual son aún más inapropiados para las necesidades de los pequeños agricultores. Y consideremos también que estas empresas no solo tienen el monopolio de las semillas, sino también el control de las vías de transportes terrestres y acuáticas, la producción de forraje para la industria ganadera y por supuesto, de los agrotóxicos.
Estos patrones de producción de transgénicos suponen una amenaza para el ambiente y para la fuente de recursos de los pequeños agricultores. Incluso si los cultivos transgénicos incrementasen los rendimientos globales de ciertos cultivos básicos clave -lo cual parece improbable- esto no implicaría necesariamente una mejora en la seguridad alimentaria.
Soja. Fuente: Pixabay
La clave para paliar el hambre es asegurar los medios de vida de las comunidades en las que hay inseguridad alimentaria, no producir toneladas de productos básicos vegetales para las cadenas de suministro mundiales, minando los medios de vida de estas, sus sistemas alimentarios y los recursos naturales.