Basura y negación social. Un estudio de caso freudiano
¿Creemos, acaso, que nuestros consumos y actividades cotidianas no dejan rastros?, ¿o que es posible desentendernos de los rastros de nuestros consumos?, ¿o que desaparecen por arte de magia?
Si le preguntamos a un grupo de diez personas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires con qué asocian la palabra "basura", la mayoría la relaciona con términos escatológicos e indeseables. Solo tres de esas personas, coincidentemente las más jóvenes, la vincula con el cuidado del ambiente. Una de ellas con la palabra "contaminación", otra con el término "reciclaje" y la tercera, con el término "responsabilidad".
Sin pretensiones de representatividad, la realización de este mero ejercicio cualitativo permite detectar un entramado de cadenas referenciales que se tejen en la sociedad y nos advierte sobre la relación que tenemos con nuestros propios desechos. ¿Creemos, acaso, que nuestros consumos y actividades cotidianas no dejan rastros?, ¿o que es posible desentendernos de los rastros de nuestros consumos?, ¿o que desaparecen por arte de magia?, ¿o directamente los negamos? Curioso síntoma para una de las capitales mundiales del psicoanálisis.
La cuestión del tratamiento de residuos y la responsabilidad social en su procesamiento y reducción final requiere una reflexión sobre la relación que tenemos como sociedad con los desechos que generamos y con qué los asociamos.
Lo que es basura para algunos, puede ser un tesoro para otros. "Países como Suecia compran basura a otros países de la región como Noruega porque tan sólo el 4% de sus residuos llega a reducción final ya que lo restante es reutilizado, transformado en energía". ¿Resulta creíble esta afirmación? Parece una referencia de la clásica saga "Volver al futuro", particularmente de aquella escena en la cual el despeinado doctor Emmet Brown, el conocido Doc, se sirve de un tacho de residuos una cáscara de banana para alimentar al Delorean que lo convierte, instantáneamente, en combustible para viajar en el tiempo.
La afirmación precedente, sin embargo, no es una hipérbole de la prístina corrección de los países escandinavos, sino un indicador de una sociedad que ha incorporado en su cultura el reciclado de residuos y prioriza las políticas ambientales. Si de "convertidores mágicos" se tratara, con las 21.000 toneladas diarias de residuos que genera el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), considerando que en Argentina el promedio de producción diaria de basura es de un kilo por persona, estaríamos a la vanguardia de esta industria.
La negación, retención y ocultamiento de nuestros residuos es un caldo de cultivo que contamina el presente y compromete el futuro. Iniciativas como la prohibición del uso de bolsas plásticas, reemplazadas por changuitos y bolsas reutilizables, las campanas verdes, las juntadas de tapitas de plástico, las campañas para la recolección de excrementos de animales o el armado de compost hogareños, son iniciativas necesarias que brillan como mosaicos. Aún no logran delinear en conjunto un nuevo mapa urbano sobre separación y gestión de residuos. No obstante, marcan un sendero a ser transitado.
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Instalar la cultura de la triple R, reducir, reciclar y reutilizar, lleva tiempo y requiere además de campañas específicas y políticas educativas, la sanción de leyes que velen por su ejercicio efectivo como la de responsabilidad extendida del productor que lo obliga a hacerse cargo de su producto hasta la reducción final, y la ley de "basura electrónica" o de presupuestos mínimos para el tratamiento de aparatos eléctricos y electrónicos cuya aprobación se ha dilatado por más de una década.
Quizás se trate de un estudio de caso freudiano el hecho de que nuestra sociedad pretenda seguir soterrando sus desechos en un territorio cercano pero foráneo, en vez de responsabilizarse por lo que genera. Resulta menester el reconocimiento de esta negación y la acción consciente para superar este maloliente síntoma social.